Llegan uno tras
otro, apenas asoma el anochecer, y se instalan en el ancho muro del malecón
habanero, desde la intersección de la calle G y Malecón hasta el hotel Riviera. Son una presencia familiar, sin
la cual el paisaje nocturno de la capital cubana estaría incompleto.
Algunos son
viejos conocidos. Tienen brazos fuertes, nervudos, surcados por tendones que sobresalen y delatan su
condición de pescadores aficionados, diestros en preparar sus avíos y lanzar la
caña en cuyo extremo inferior sobresale el
anzuelo cebado con una carnada no siempre ideal hasta que emerge ese pez de
orilla, el agujón, el preferido para seducir y atrapar a los ejemplares más
codiciados. Ahora sí, murmuran para sí mismos, llegó la hora
Ya entregados en
cuerpo y alma a la espera del sobresalto de la carnada, suelen mantenerse
silenciosos, mirando de reojo a sus colegas nocturnos, afanados como él en la
captura de esos peces que engalanarán al
día siguiente la mesa familiar, asados o
fritos - iluminándola con su resplandor dorado y su aroma perturbador-,
acompañados de alguna salsa preparada por el ama de casa o, quizás, por aros fragantes de cebolla blanca o morada.
A veces, si la
suerte no los favorece, suelen conversar entre ellos. Pero cuando les sonríe
dan cuenta inmediata de sus victorias: una buena captura de sábalos, parcos o
hasta barracuda, presumen, y los muestran. Mientras, los menos afortunados
guardan un silencio hermético. Como aquel viejo pescador de la novela de
Hemingway, no cejan en su empeño, absortos, inabordables.
Los habaneros no
sólo van al malecón a disfrutar de ese balcón
enorme por donde entra todo el mar del Caribe, admirar a las paseantes
bonitas o a romancear con sus parejas. También van a disfrutar del hermoso
paisaje de esos pescadores
atentos al sobresalto de la caña que sostienen en sus manos.
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