Son viejos
Chevrolets y Buicks descapotables, con más de medio siglo de existencia. Se les
ve desfilar por La Habana remozados, sin ruidos perturbadores, deslizándose por
el asfalto en un ir y venir majestuoso, rodando sin contratiempos, con asientos confortables y una carrocería
resplandeciente, recién pintados y decorados al gusto de sus dueños.
Han
sobrevivido con piezas adaptadas de otros autos más modernos, con motores de
tractor o refrigeradores rusos y chinos, y otras adaptaciones nacidas del ingenio
criollo.
Antes se concentraban en los alrededores del
centro histórico habanero, pero hoy usted los puede encontrar en cualquier
calle capitalina, con preferencia en las avenidas G, Paseo y otras que
desembocan en el malecón capitalino.
Los turistas
los prefieren para recorrer la ciudad, tomar fotos y palpar de cerca la vida
cotidiana de los capitalinos, escuchar el murmullo de las conversaciones,
disfrutar el fresco de los arboles rumorosos de la ciudad, la música que se
filtra desde cualquier casa, los tambores percutientes, el rasgueo de una
guitarra.
Con las
capotas alzadas, aunque haya un sol reverberante, los visitantes venidos de
otras latitudes abordan los viejos autos, sin preocuparse de los hervores de una
primavera o verano candentes; disfrutando el milagro de estas reliquias y
admirando la paciencia de sus dueños, de los mecánicos que no se resignaron a
su deterioro y los fueron rescatando hasta convertirlos en museos rodantes.
Los cubanos
los llaman “almendrones”, y es frecuente que alguna vez sus pasajeros sean
jóvenes quinceañeras que festejan así esa “edad primaveral, de toso los sueños”
o parejas de novios que se trasladan a algún Palacio de los Matrimonios para
sellar así, ante notario, una unión, quizás, para toda la vida.
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