La cita es
casi siempre al atardecer. A esa hora en los portales, en los parques de las
barriadas habaneras o en cualquier espacio mínimamente disponible, se instalan
las mesas para volcar sobre ellas las piezas de dominó, el juego favorito de
los cubanos.
Las parejas
se alistan para iniciar la primera ronda, mientras las fichas, vueltas hacia
abajo, aguardan la mano que las disperse, en bullicioso revoltijo, para que
cada jugador elija al azar las suyas y tome posición frente al dúo contra el
cual librará la contienda.
Suele ser
una batalla apasionada, rodeada de curiosos y aficionados que siguen el juego
en silencio o a gritos, discuten y comentan las incidencias de la partida, como si en ello
les fuera la vida. Los lances de los perdedores, renuentes a aceptar su derrota, son juzgados
sin piedad, con humor punzante.
A los
desafortunados les queda, como consuelo, el sabor agridulce de una próxima
revancha. El desquite, argumentan, está a la vuelta de la esquina. El escenario
se repite de uno otro extremo a otro de la isla, sin distingo de edades o profesiones.
El dominó
anuda lazos de solidaridad, complicidad y amistades para toda la vida, en medio
de un ambiente de fiesta, sin que lo perturben las discusiones y discrepancias,
tan acaloradas como fugaces.
Forma parte
de la idiosincrasia nacional y a su seducción no escapan las mujeres, en número
cada vez más creciente, a veces más dotadas que sus competidores masculinos. El dominó se pone más sabroso cuando juegan
las mujeres, afirma el pintor Eduardo Roca (Choco).
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